Las últimas lluvias del verano

Las últimas lluvias del verano hicieron las veces de cortina que abre paso a una nueva estación de la vida. Yo andaba de puntillas, sigiloso, en una cuerda floja de cuya existencia dudaba. Pasaría el tiempo, las estaciones, los años veloces cambiarían los rostros, después los descarnarían y finalmente los harían olvidar. Se borrarían las ciudades y quedarían como chispazo en una larga historia vacía. Sería todo como pequeñas notas de una melodía apenas audible, pequeños sonidos que no tendrían ningún sentido individual, y que sólo se convertiría en música al quedar su conjunto en la memoria.

Contra este aislamiento entre dos océanos de vacío inconcebible, contra esta conciencia de la rareza y la casualidad de la vida, contra este universo entero disolviéndose en sí mismo, sólo nos quedaba creer en nosotros. Creer grandes nuestras nimiedades para no caer aterrorizados frente a lo realmente grande. Crecernos. Amar, comprometernos, como quien clava piquetas de una tienda en medio de una tormenta.

Contra el aburrimiento, contra el simple aburrimiento, contra el vacío, hicimos todo: querer y odiar, trabajar, correr y matar. El espectáculo y la ciencia. Inventamos el tiempo para llenar ese vacío, para tener un lienzo en el que dibujarnos a nosotros mismos, para marcar una frontera que mantuviese aparte a los animales. Y vimos que era bueno.

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