Tatuajes

De niño, cada cosa era nueva y daba sentido a un día. Un simple programa de televisión, o un tímido picnic dominical. Los meses eran largos, casi anuales. Las estaciones se vivían como si nunca acabasen. Los recuerdos, las experiencias, se agolpaban, se mezclaban con los olores, y las risas brotaban diariamente.

A medida que creció llegó el momento en que los días se estandarizaron y las horas venían empaquetadas en cajas de ocho. Fue por entonces cuando se hizo el primer tatuaje. Le dolió durante una semana, y tuvo que cuidarlo durante quince días. Cada vez que veía su tatuaje recordaba lo que significaba para él y todos los días de cuidados y molestias habían contribuido a alargar y fijar el recuerdo. Fue un mes intenso, significante, memorable, pausado y cadencioso como los de un niño.

Y volvió a hacerse otro tatuaje, y luego otro. Cada punzada en su piel era como un clavo que atoraba la maquinaria del tiempo y conseguía capturarlo, reducirlo, en la jaula de un pequeño dibujo, de un símbolo permanente. Conseguía volver a la viscosidad envolvente de la vida tal como la recordaba en sus principios.

Para tatuar también su interior, acudió a experiencias extremas, punzantes, que marcasen hitos, y llenasen de vida su tiempo. Se podría decir que la monotonía le horrorizaba no por monótona sino por rápida, por fugaz, por insignificante. Como expresión de vida, odiaba del vacío. Le disgustaba tanto el tiempo vacío como la piel vacía. Un día vacío era un corte sangrante, una pérdida de fluido vital. Una oportunidad, de un número finito de oportunidades, que definitivamente había muerto, y él había muerto un poco también con ella.

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